sábado, 8 de noviembre de 2008

Le dan la razón a AMLO? "Al diablo con sus instituciones"‏

No existe ningún modelo económico o político de talante liberal que pueda subsistir sin una dosis de confianza básica. Aun en las versiones más audaces del capitalismo, la sociedad funciona gracias a la confianza que generan las transacciones que hacen entre sí los individuos y, en su defecto, a la que produce la capacidad del Estado para sancionar los comportamientos abusivos y corregir las fallas del mercado. Si la confianza se quebranta, es imposible imaginar un orden social libre, estable y próspero de carácter duradero.
En México nos estamos perdiendo la confianza. A golpes de corrupción, de ineficacia y de oportunismo, cada vez desconfiamos más de las instituciones, de quienes las representan y hasta de nosotros mismos. El espacio público se ha convertido en un lugar hostil, porque está lleno de personas que nos producen desconfianza y en donde, en lugar de sentirnos protegidos, nos sentimos más bien amenazados. Y el Estado ineficaz y corrompido, en vez de devolvernos la confianza en nuestras relaciones cotidianas, nos atemoriza y nos separa más.
En ausencia de confianza, las relaciones sociales de cualquier índole se vuelven cada vez más onerosas y difíciles. El mensaje cotidiano que estamos recibiendo nos dice que en nuestra sociedad casi siempre ganan los poderosos, los violentos y los ricos. Que no podemos confiar en la solidaridad, en el respeto o en la responsabilidad de los demás, porque en caso de engaño o de traición estamos indefensos: la policía está infiltrada por los delincuentes, la administración pública por los intereses partidarios y las agencias reguladoras por los dueños de los intereses que regulan.
Sabemos que el derecho individual también se compra y, además, no tenemos medios colectivos de defensa ante los abusos del mercado, mientras que el sistema electoral está atrapado en la desconfianza que generan los mismos partidos que lo encarnan. ¿Quién puede confiar en los demás en una situación así?
Nuestra clase política parece convencida de que la confianza se construye mediante la publicidad. Todos los días anuncian, en sus spots y en los canales de mayor audiencia, que los poderes de la República funcionan estupendamente y que podemos confiar en su eficacia, mientras Televisa insiste, por su parte, en que ninguna crisis ha sido mayor que nuestros corazones (sic).
Pero, como Penélope, esos anuncios se destejen por las noches para recordarnos al despuntar el día que, en realidad, el Ejecutivo se equivoca, que los legisladores se tropiezan entre sí, que es imposible confiar en las autoridades electorales y que las instituciones judiciales no funcionan.
Sin embargo, es indispensable reconstruir la confianza en el espacio público y en la capacidad de las instituciones. Es asunto de supervivencia. En la dinámica en que estamos, la desconfianza puede minar en definitiva los resultados de las elecciones de 2009, las respuestas del Estado ante la crisis económica que ya está en curso y hasta la posibilidad misma de devolverle la seguridad a las calles del país.
Construir un piso mínimo de confianza en el espacio público debería ser un propósito elemental de la clase política de México. Está en su interés más inmediato hacerlo, aun a despecho de sus diferencias. Pero están haciendo lo contrario, como si la confianza fuera una chequera con fondos infinitos. Necesitamos volver a creer en el Estado, en sus reglas básicas y en la posibilidad de convivir en paz con los demás. No es cosa trivial: nos estamos jugando la viabilidad futura del país.
Profesor investigador del CIDE

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